De lo difícil de ser mujer
No lo noté mientras crecía, pero viéndolo en retrospectiva el comportamiento de los hombres fluctuaba entre la agresividad y una especie de embelesamiento: algunos niños en el colegio alzaban mi falda en los pasillos, me hacían zancadillas o empujaban en el patio de recreo y uno hasta metía en mi pupitre billetes de 20 pesos arrugados con los que yo no sabía qué hacer hasta que la mamá del misterioso filántropo se quejó con las monjas; al parecer esos niños estaban "enamorados" de mí. Esos primeros años en un colegio mixto hicieron que sintiera miedo de los hombres. Fue un alivio pasar luego a uno femenino. Los adultos por su parte se dividían en dos: los que se incomodaban cuando de manera inocente me arrojaba a su cuello o sentaba en sus piernas y los que disimuladamente buscaban ese tipo de contacto. Desafortunadamente nadie me enseñó a diferenciarlos. Ahora no deja de ser igualmente frustrante: hombres a los que supuestamente les gusto que me miran mal o no me ha