Mi cuerpo, mis decisiones

No hablemos del estigma si la familia o los amigos se enteran, de la persecución de las autoridades en los países en que es totalmente prohibido, no hagamos alusión a la culpa que producen décadas de doctrina religiosa y movimientos pro vida que repiten hasta el cansancio la palabra asesinato: pensemos que todas las que pasamos por eso, hemos superado esas taras mentales inyectadas a punta de odio y prejuicios. Hablemos del trauma físico que un aborto acarrea.

Cuando eres una estudiante universitaria de clase media a quien su novio decide "responder" pagando los gastos con tal de no defraudar a la familia que espera verlo graduado y exitoso antes de empujar un cochecito, tienes el problema casi resuelto. No vas a tener que recurrir a las ramas de ruda ni a los ganchos de ropa, es posible que no mueras por la infección o desangrada, así que puedes dirigirte a una de esas Clínicas de la Mujer que afortunadamente existen, con conocimiento o no de los gobiernos, teniendo la certeza de que saben lo que hacen, que estás en buenas manos y que 300 mil o 400 mil pesos lo valen cuando se trata de tu salud y de tu futuro.

Comienza el proceso: vas a la charla con otras mujeres en la misma situación aunque con razones diferentes, te encuentras a una madre seguramente creyente con su hija menor de edad diciendo "no puedo mantener a otra criatura"; ves cómo tratan de disuadirte, en grupo, a solas y aprietas la mano de tu novio, aunque lo odies un poco (o mucho), por ser en parte responsable de estar allí. Entonces fijan la fecha.

Llegas esa mañana sin haber dormido ni desayunado, no porque te lo prohibieran sino porque no podías tragar; además, has sentido las náuseas propias de esa situación y te enteras de que, aunque es algo ambulatorio y sin anestesia, él no puede acompañarte, así nadie sostendrá tu mano y a nadie podrás gritar o apretar si duele; te quitas las ropa, la metes en una canasta como las de los aeropuertos, te pones la bata sin nada debajo y entras.

Sólo sabes que te introdujeron algo, sólo miras hacia el techo, sientes un ruido como el de las fresas de los odontólogos, sientes una vibración y la que lo está haciendo te dice que tu cara está congestionada (el único comentario impertinente y tenía que ser precisamente ahí). No sabes cuánto tiempo pasó, sólo que ya ha terminado. Tienes que ponerte la toalla higiénica que trajiste, comprar un termómetro para vigilar cada cierto tiempo tu temperatura (si pasa de 37ºC puede ser sinónimo de infección), tienes que tomar los antibióticos, consultar si hay hemorragia, descansar...

Sales de ahí sintiéndote apaleada, enferma, pero con la certeza de que hiciste lo que debías, tratando de bloquear esos pensamientos que giran alrededor de palabras como pecado, arrepentimiento, castigo. Todo sale bien y te alegras, pero tienes claro que nunca más pasarás por eso.

Y la vida sigue.

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