El café que nunca fue
Ella no es una mujer de esas que quitan el aliento, pero hay algo en sus ojos, en su cuerpo que atrae. La novia de mi humano ya no es joven, no tiene en su piel la lozanía de los veinte y en su pelo asoman hilos de plata que cubre con todo tipo de tintes. Pero es buena y ama apasionadamente, aunque a veces me asfixia con sus abrazos, tanto como a mi noble compañero, que los acepta con estoicismo. De sus conversaciones luego del amor -que observo a prudente distancia desde el armario o al borde de la ventana- he podido extraer que su padre murió siendo una niña y ella era su adoración, por lo que se sintió terriblemente sola y abandonada a partir de allí. Se crió con una madre estricta y fría, que siempre estaba cansada y de mal humor, que no demostraba su afecto y a la cual ella y su hermano temían, por eso hacían solos sus deberes escolares y mantenían aseada la casa. Se sintió siempre necesitada de alguien que la defendiera y apoyara, que le preguntara cuáles eran sus sueños y te