Nostalgia ¿De qué?
“No sé bien qué día es hoy" cantaba Vicentico en los Fabulosos Cadillacs. No sé porque estoy en confinamiento obligatorio hace más de diez días (perdí la cuenta desde el 4°) y llevo al menos siete sin salir siquiera a comprar algo de mercado.
Cada mañana me levanto, desayuno, me quito el top de dormir y lo cambio por uno para estar en casa. En la tarde, cuando el calor se desvanece un poco en mi infernal ciudad, me baño, vuelvo a ponerme el top de dormir para leer un rato antes de acostarme y luego, una vez más, duermo. El moño del pelo permanece invariable, excepto cuando lo lavo con champú que cada vez es menos frecuente -al fin y al cabo nadie, excepto mi progenitora se acerca a mí, aunque con ella también guardo “prudente distancia"-. Y así, sin requerir ropa ni maquillaje, paso mis días.
Este es el “calvario" que nos ha impuesto el gobierno, pero sobre todo un virus del que se ha dicho de todo, desde que era casi inocuo hasta que se contagia con sólo tocar las barandas del bus que antes hayan sido tocadas por un positivo -que por cierto puede serlo sin presentar síntomas-: que permanece en el aire, que se pega a las suelas de los zapatos... En fin, la ciencia y sus contradicciones, avances, incoherencias.
En este aislamiento qué importa si la raíz del pelo me llega a las orejas, si me corto las uñas o depilo las piernas -mis axilas son un homenaje al feminismo, peludas como nunca-.
Debo decir con honestidad que no se qué mecanismo insensato me hizo añorar en días anteriores mi vida en la calle si antes de esto odiaba salir, peleaba con el tráfico y el humo de los carros, con la imprudencia de la gente al manejar, al caminar, su suciedad al ir arrojando basura a su paso. Detestaba que se saltaran las filas haciéndose los vivos, el ruido de sus músicas a todo lo que daban, incluso los cafés y restaurantes por los que tanto clamo me agredían con sus precios exagerados, con su “perdón, hubo un error al hacer la cuenta"; los cines con su volumen ensordecedor, sus precios inalcanzables y su escogencia caprichosa de películas que no me interesaba ver pero sí a las multitudes que se agolpaban en cada espacio, en cada centímetro, en cada resquicio. Se los digo, la vida en esta sociedad que ahora me es negada, en general me fastidiaba.
Muchos pensarán que lo dice una privilegiada que puede darse el lujo de quedarse en casa porque la tiene, leyendo, viendo películas o incluso escribiendo sandeces: es verdad. No extraño a las muchedumbres, más bien me aterra la idea de tener que volver a ellas; me solidarizo con quienes no tienen la posibilidad de resguardarse y dedicar algo de tiempo para sí mismos; me angustian las muertes, los que pasan hambre en las calles, los que no tienen con qué llevar una libra de arroz a la casa. Pero no confío en las limosnas, ni en las donaciones, creo que todos deberíamos tener el derecho a quedarnos adentro, no sólo para cuidar la vida, sino para cultivarnos y disfrutar del ocio, que en esta sociedad explotadora es el mayor privilegio por encima de las riquezas materiales.
Como rezaba un cartel en las protestas del 2011 en España: “No es la crisis, es el sistema": es allí donde tienen su origen todos nuestros males como sociedad.
No permitamos que la angustia nos haga romantizar lo que antes estaba mal.
No permitamos que la angustia nos haga romantizar lo que antes estaba mal.
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