Una prueba de amor

 Dijeron que no mejorarías, que el paso del tiempo se sentía en tus órganos, que tus riñones ya no funcionarían como antes... Había tres opciones de tratamiento y yo, preocupada pero "pragmática", me decidí por el más "económico".

Juro que intenté hacerlo todo y no olvidar darte tus medicinas; que aunque me dolió compré ese medicamento costoso -que tal vez haya sido un placebo, porque resultó ser homeopático- y vi cómo el del dolor te mejoraba el ánimo y el apetito; un día ya no los toleraste más y te empeñaste en devolverlos una y otra vez, con tanto empeño como el que yo le ponía a repetirte la dosis devuelta. Te empecinaste, dejaste de comer y de beber, te encerraste en ese cuarto sucio y oscuro de donde no volviste a salir por tus propios medios. Estabas muriendo y me negaba a aceptarlo.

Cada día de diez me levanté esperando que estuvieras en el patio disfrutando del sol o que hubieras partido durante la noche, para no tener que enfrentar la triste decisión de tomar tu cuerpo debilitado y dirigirme con él al lugar en el que pondrían remedio a nuestro mutuo sufrimiento; aunque no lo deseara tuve que hacerlo, escuchar tus últimos gemidos cuando te arrastré de tu escondite, cuando te lavé y perfumé como escuché que hicieron con el cuerpo sangrante de Jesús, para que la muerte te recibiera limpia y digna, si es que eso era posible.

Entonces pensaron que te dejaría sola en ese último trance, que me sentaría en una sala de espera mientras exhalabas tu último suspiro rodeada de paredes frías y personas desconocidas; pero me negué a dejarte, acaricié tu cabeza y tu lomo mientras bajito al oído te agradecía todos esos años juntas, tanto cariño y calor recibidos, tanta comprensión y escucha. No sé si hayas entendido mis palabras, si haya servido de algo estar contigo hasta el final, solo sé que moviste la cola en lo que interpreté como una despedida justo unos minutos después de la inyección fatal; hubiera querido que cerraras los ojos en señal de descanso, pero no pasó y el rictus de dolor, desafortunadamente, no desapareció de tu linda cara, aunque sé que la paz llegó.

Me he preguntado muchas veces si rechazaste mi decisión, si hubieras preferido que la naturaleza hiciera lo suyo; ojalá supieras que no soportaba comer mientras agonizabas de dolor, ni dormir sabiendo que tu mal no daba tregua. Espero no haberme equivocado, no haber actuado con egoísmo, con la estupidez típica de mi especie, con crueldad.

Te extraño cada día de mi vida como solo he extrañado a mi padre y a mi abuela, aunque para muchos no fueras más que un animal. 

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