Tiempos de pandemia

Llevaba un par de meses trabajando después de 7 de estar desempleada y más de dos años sin desempeñarme en mi profesión: ayer me comunicaron que volvía a quedar cesante “por prevención del covid-19", argumentaron.

Volví al encierro habitual (y no sólo por la orden de confinamiento que han dado los gobernantes, ha sido una realidad en casi toda mi vida adulta); de hecho, sólo estaba trabajando un par de horas semanales, así que permanecía mucho tiempo en casa haciendo cosas que el trabajador promedio no puede hacer: leer, dormir, ver películas, navegar en la red, entre otras.

Con esto no pretendo jactarme, sólo quisiera ir más allá de lo que el pánico por la pandemia que azota al mundo nos dejaría ver: la miseria de vida que llevamos, especialmente quienes viven en las grandes ciudades, contaminadas y estresantes, con desplazamientos tan largos que ocupan una buena porción de la jornada; levantarse muy temprano y volver tarde a casa; los mayores ocupándose de preparar el almuerzo para que los más jóvenes lo lleven al lugar de trabajo o al de estudio; la recompensa de un sueldo que se gasta no más llega; comprar algunas cosas que nos hacen sentir bien; las pocas semanas de vacaciones a fin de año y en semana santa (una bendición para ateos y creyentes por igual); los bebés criados por abuelas, vecinas o guarderías; la ilusión de que las cosas algún día van a ser mejores. Y ahora, un virus que echa al traste con todo.

Muchos quedamos sin ese pequeño sueldo que está gastado antes de llegar, con el recipiente de nuestro almuerzo guardado en el gabinete de la cocina hasta nuevo aviso. Estamos tranquilos en casa, pero sin saber qué haremos a fin de mes para pagar los recibos de servicios públicos y comprar el mercado. El mundo, el único que hemos conocido, se derrumba, y no hay nada que nosotros, ciudadanos que abarrotamos el transporte público, los centros comerciales y las arenas de los conciertos, podamos hacer, porque ya ni ese pequeño lugar en la rueda nos corresponde.

Dejamos de existir y aún no nos hemos contagiado.

¿Si clamábamos por un cambio, por qué no creer que era éste el que necesitábamos? ¿Por qué no pensar que el modelo del que formábamos parte y que ahora nos desecha ni siquiera nos acogía, más que por nuestra capacidad de compra y nuestro individualismo? ¿Por qué no aprovechar y voltearlo todo, patear esos viejos valores y gritar, clamar, pelear por un mundo diferente, no dominado por cientos de Scrooges* avaros y codiciosos? ¿Cuál de los billonarios ha regalado cargamentos de tapabocas o desinfectantes? ¿Cuál ha puesto a disposición sus mansiones para curar enfermos? Copiamos de ellos su mezquindad en vez de exigirles la solidaridad que muestran, por ejemplo, entre bancos cuando hay grandes quiebras.

¿Por qué en vez de sucumbir a la depresión y al fatalismo no empezamos por aplicar esa máxima de que las crisis son oportunidades, en este caso para parirnos nuevamente como sociedad y enterrar esos viejos paradigmas construidos a sangre y fuego por Wall Street y Hollywood desde el siglo pasado?



* Personaje principal de Un cuento de Navidad de Charles Dickens.

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