De la muerte y sus lecciones
Escribir para otros puede ser una gran frustración: sentirse insatisfecho con las palabras que quedan en el papel o en la pantalla, pensando que no se alcanzó a decir lo que se quería o de la manera en que se deseaba; la poca retroalimentación de quienes leen o la a veces negativa por parte de aquellos que, a juicio de quien garabatea las letras, no están lo suficientemente autorizados para hacerla, pues nunca han escrito una frase en su vida; las lisonjas poco objetivas de los seres queridos y en fin, la auto crítica implacable, pueden ser un duro obstáculo para quien se atreve a compartir sus textos. Que en últimas se lance a hacerlo debería ser, si no ponderado, al menos reconocido como un signo de valentía.
Y, ¿cómo hablar de la muerte, compañera fiel de nuestra vida y escritos sin que, como dice Silvio Rodríguez “se haga sentimental, fuera de la vanguardia o evidente panfleto"? ¿Qué decir sobre la parca más allá de lo que ya bellamente expresó Akenatón -siamés protagonista de La historia de La humanidad contada por un gato-: “estremece a los hombres pero para mí no es nada porque, mientras existo, ella no existe, y cuando ella existe, yo ya no soy"?
Hace unos años un líder indígena perdió su batalla contra el famoso virus y al enterarme de la noticia lo recordé tan vital en medio de una reunión y en plena mesa de personajes ilustres engullendo un caldo que parecía ser de pescado, quien hablaba -de pie en ese momento- y los que permanecían sentados trataban de hacer caso omiso y poner cara de circunstancias mientras él chupaba ruidosamente lo que parecía ser un hueso o la cabeza del provechoso animal...
Es la vida. Quien estuvo tan vivo, un sábado -para mí el día más vivo- murió. También mi abuelo, quien partió unos meses después, se despedía la última vez encargándome pan y dulces, estando seguro de que nos volveríamos a ver.
¿Debería angustiarnos como lo hace si la tenemos tan cierta, tan insobornable, tan inesquivable? ¿Se emparentan más con ella quienes traicionan su propósito de vida, ese anhelo personal que los demás sólo posponemos y hacen lo preciso para apresurarla? ¿Tendrían que estar más tranquilos quienes creen en Dios y en la eternidad que quienes, aunque hemos intentado develar sus misterios y acercarnos a él, aun no acogemos su mensaje más que de forma aproximativa, cautelosa?
¿Quién o qué nos libra más de la muerte que vivir con derroche, con fruición, sin temor a atragantarnos con el aire que debería penetrar profundo en nuestros pulmones?
Esa enseñanza me dejan ese líder indígena y mi querido nono: cada día, hoy más que nunca, precisamos vivir.
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