El arte de nombrar-se

 Soy obsesiva con el tema del nombre: el de las personas, de las cosas, de todo lo que existe. Fue el tema de mi trabajo de pregrado y me sigue rondando, pero ¿cómo no? Si no hay cosa más humana que nombrar (¿o acaso la gata le pone nombre a sus crías?).

“Todos tenemos algo qué decir de nuestro nombre" escribía una joven yo aspirante a psicóloga hace dos décadas: “si nos gusta o lo odiamos, si era el de algún pariente que no conocimos o del artista de moda en la época en que fuimos concebidos... Nuestros padres al nombrarnos, nos dan verdaderamente la vida, pues antes flotamos en la nada de la indiferenciación; el nombre nos da acceso a lo simbólico del lenguaje".

Recuerdo que hace algunos años mi pequeña ahijada cambiaba de nombre cada semana y pretendía que toda la familia la llamara con el de su momentáneo capricho; pues bien, algunos se molestaban e insistían en llamarla por el nombre que le habían dado sus padres. Yo accedía a sus deseos con gusto pues no creía que esto afectara su identidad, la que estaba, precisamente, construyendo a partir de sus cambios de nombre.

La “marca del amor", para algunos, no tiene nada de democrático, no lo decidimos, se nos sometió a él sin más opciones que amarlo, odiarlo, tolerarlo o, en menor medida, desecharlo (son muy pocos, pero hay quienes hacen el aburrido proceso legal de cambiarlo).

Es por esto, porque soy una estudiosa del nombre, que zanjo la cuestión que a muchos escandaliza y atormenta: la de quienes fueron llamados José y ahora quieren ser Sara y quienes fueron bautizadas Alejandra y ahora se sienten Daniel ¿Por qué no nombrarles como lo desean y no como aparecen en un viejo papel?

A todos los que me pregunten les diría: que se bauticen como quieran, que esta vida es muy corta como para vivir con un nombre que no nos gusta o que cada día nos recuerda aquello que queremos dejar atrás. 

Amémonos en nuestro nombre.

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