Pensar la política

Si como nos han enseñado la palabra proviene del griego Politiká "asuntos de las ciudades" (polis = ciudad), la política, al menos en Colombia, ha perdido ese componente principal de su vocablo: ser el medio para alcanzar propósitos sociales, el bienestar común, y se ha convertido en la satisfacción de pequeñas (y grandes, en el caso de los que la utilizan para enriquecerse groseramente) necesidades propias.

Eso explica por qué muchos venden su voto por un contrato de trabajo (o  la posibilidad de acceder a uno), por una bolsa de mercado o de cemento, por una cantidad en efectivo. Se lo vende porque hay quién lo compre; se lo empeña porque es mejor pensar en uno que en una masa amorfa a la que le llaman sociedad y que poco o nada puede hacer por nosotros cuando tenemos dificultades.

Se vota para colmar una carencia, un apremio básico -a veces mínimo- y se transa barata, la consciencia. De ahí en adelante poco importa lo que pueda pasar o hacer ese político a quien contribuimos a elegir, da igual que apruebe leyes contrarias a los intereses de la mayoría porque, igual, todos incumplen ¿no? Hasta los que prometen salud y bienestar o, más bien: ¿Acaso todos no prometen lo mismo? De esto se trata la desesperanza aprendida, concepto de la psicología aplicado aquí a la política: no se les cree a los candidatos por los que se vota, son otras las motivaciones para acercarse a las urnas, pero no precisamente la certeza de que las cosas pueden cambiar para bien.

¿Son culpables solo los que lo compran como los que lo venden, o también es culpable el Estado, que no garantiza las condiciones mínimas a su población y nos deja desamparados, sin ningún otro valor como individuos que este penoso papel cada cuatro años de idiotas útiles?  

Hay también algunos que votan por ideología, por convicción, por disciplina (porque pertenecen a un movimiento o partido) y están los que votan emputados o por miedo a. Son votos honestos, se podría decir, pero ¿no es acaso innegable el papel de la propaganda negra que vende a determinado candidato como el diablo o el hermano gemelo de cierto dictador de otro país, o se basa en mentiras y desprestigio como cuando se afirmaba que apoyar un proceso de desmovilización de un grupo armado significaba regalarles el país a los rebeldes? 

¿Debemos seguir creyendo que la libertad de expresión y de prensa es el mayor valor de una democracia cuando esa prensa pertenece o a un gobierno -en el caso de regímenes totalitarios- o a multinacionales locales o extranjeras con intereses específicos, a quienes les conviene manipular la opinión para inclinar la balanza a su favor?

Lo cierto es que es preciso ocuparnos más de esta discusión, porque como decía Charles de Gaulle: “He llegado a la conclusión de que la política es demasiado seria para dejarla en manos de los políticos”. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los amantes

Soledad y libertad

Monogamia feroz