Crimen

 ¡Qué ganas de morirse! Dijo en voz alta sosteniendo el diario abierto frente a ella y dándole una pitada a su cigarrillo. Las noticias daban cuenta de varios asesinatos de mujeres -ahora se llamaban feminicidios- y a Regina Benedetto lo que más la abatía era que la agencia que representaba había contribuido muy poco o nada a esclarecerlos, aunque había sido contratada para investigar algunos.

Uno de ellos era el de la Calle Corrientes, una joven brasilera que había sido encontrada en su departamento desangrada debido a un sin fin de puñaladas (los peritos calculaban más de 30) en cuyo caso el principal sospechoso era su amante -un tipo mayor, casado- quien sin embargo había sido dejado en libertad por presentar una coartada creíble y corroborada por otras personas.

Regina (le gustaba que pronunciaran su nombre con "y") miraba a su jefe mientras este muy concentrado leía unos documentos. Su perfil griego de 40 años no dejaba de provocarla, aunque la relación de ambos era solo profesional y ella hacía tiempo había perdido todo interés en el sexo y en el amor. Tenía a su chico de 25 que era todo un semental, -aunque no dejaba de parecerle un niño superficial y juguetón, lo cual no era del todo malo- pero, a decir verdad, deseaba tener a su lado un hombre que le diera contención, que la protegiera como a una niña, porque tal cual se sentía, aunque no mostrara nunca su fragilidad y todos los miedos que la acechaban.

Miró por la ventana la ciudad gris y vio abajo el humo de los colectivos atestados y los autos de lujo con sus vidrios oscuros. Deseaba que toda su vida transcurriera en esta pequeña oficina acogedoramente cálida, envuelta en la niebla del humo de los cigarrillos, olorosa al cuero del sofá y de la chaqueta de su hermoso jefe, generosa en café y ceniceros para las visitas, no importaba la hora siempre a media luz y con jazz de fondo, como en esas películas negras gringas.

Su jefe y ella misma habían protagonizado ese vídeo de un famoso grupo de rock en el que el guapo detective aparecía muerto y la chica seductora aparecía como sospechosa de ser la causante del crimen. Lo que el público no sabía es que él estaba representando su propia vida y ese era su oficio, ese su lugar de trabajo y ella, no una asesina sino su asistente.

Esta mañana los ojos azules de él la hipnotizaban más que nunca; intentaba concentrarse en las palabras que salían de su carnosa y perfecta boca mientras sobre el escritorio y muy cerca uno del otro leían la información que habían recopilado sobre los casos. "No puedo, no puedo enamorarme de él, no puedo desear que ponga su mano sobre mis hombros y se deslice a mi brazo, a mis tetas, más abajo de mi ombligo", pensaba tratando de disimular su angustia, su alelamiento.

- Necesito un café, Roberto. Anoche no pegué el ojo. Dame un segundo.

Sintió que él la miraba y que sus ojos recorrían su espalda, sus nalgas y se detenían ahí. Se sintió deseada, triunfante. Pero, más allá de eso soñaba con que él la amara, y de eso no había ningún indicio.

¿Qué se sentiría ser amada por un hombre así, tan misterioso, tan guapo, tan diferente a todos? Era una especie de monje, un ángel, una escultura, un sabio. ¿Acaso cagaba, se tiraba pedos, salía un aliento fétido de su boca alguna vez? Nunca lo había notado a pesar de las muchas horas que pasaban juntos tratando de resolver crímenes. Lo había oído hablar de su amada Elena, muerta muy joven, de sus hijos, a los que había visto apenas unas cuantas veces de pasada en la oficina y que él, junto a su distinguida madre, había tenido que criar solos: eran encantadores. "¿Por qué, por qué no tuve uno de esos jefes gordos, calvos, poco instruidos y autoritarios a los que uno odiaba y no tenía más remedio que soportar? ¿Por qué quien me permite hacer lo que me gusta y confía plenamente en mi olfato investigador es este perfecto especimen que me hace temblar con solo pronunciar mi nombre y estrecharme levemente cuando nos despedimos en la noche, cansados?".

Debía concentrarse en su labor investigativa, tal vez si resolvieran alguno de los casos dejaría de tener esas pesadillas en las que el piso de su departamento era un río de sangre que se derramaba por debajo de la puerta hasta las escaleras y llegaba a la entrada del edificio deslizándose hasta la calle, lo que llevaba a la gente a agolparse aterrada en la vereda hasta que llegaba la policía y rompía las cerraduras, para encontrar su cuerpo desnudo aún caliente bañado en sangre y lágrimas y era metido en una bolsa gris con cremallera que cerraban mientras ella intentaba gritar que no quería ser encerrada allí, pero su garganta había sido cercenada por un filo contundente y mortal y la voz no le salía y tampoco podía mover ninguno de sus músculos.

No le había contado a su jefe de ese sueño repetido ni de sus sentimientos hacia él, por el contrario buscaba ser lo más profesional posible aunque a veces le faltara el aliento cuando juntos revisaban un expediente y sentía su olor a tabaco, a pan recién horneado, a tierra, a hombre, a su perro Stephen, a vida.

¿Cómo demostrar que el hijo de las mil putas la había matado, planeando milimétricamente todo y luego había llegado a su casa como el marido y padre ejemplar que todos creían que era para preparar el asado de cumpleaños de su hija, tomarse tranquilamente unos whiskys mientras ella se desangraba sola en su departamento, sin que nadie sostuviera su mano ni se apiadara de ella en ese momento en que se le escapaba el aliento vital?

- Vamos -dijo Roberto-. Se me ocurre algo.

- Pero al menos puedes adelantarme de qué se trata, ¿no?

- Solo tengo una corazonada, vamos al departamento de la brasilera.

- Pero si ya interrogamos a todos en el edificio, revisamos cada centímetro de ese lugar, desde la entrada hasta la terraza, cada piso, cada rellano de la escalera, cada puerta...

- Lo sé, solo quiero pasarme por allí y ver si las paredes, las plantas, los mosaicos o las lamparas pueden decirnos algo.

- Está bien, vamos.

Llegaron a la entrada y se encontraron a la señora de la limpieza que barría frenéticamente el agua jabonosa.

- Vienen para lo de la chica extranjera -afirmó- cuando ellos se identificaron como investigadores.

- Así es -contestó mi jefe-. ¿Cree que haya algún dato que se le haya escapado que pueda aportar a la investigación?  

- Dije todo lo que sabía. Era una buena chica: sencilla, amable y preciosa. No sé qué hacía con ese viejo, pero creo que él pagaba el departamento. Me alegró mucho cuando empecé a verla con ese joven, se le veía muy feliz y enamorada.

- Ese chico, ¿de casualidad sabe su nombre, qué hace? -pregunté-.

- Sé que eran compañeros, de la Facu, como ella me dijo, tal vez puedan encontrarlo allí, creo que la escuché dirigirse a él como "Fer".

- "Fer" de la Facu, es una información muy valiosa, gracias doña. ¿Alguna otra cosa que pueda recordar? -dijo mi divino jefe con aspecto muy serio-.

- Ojalá atrapen al tipo y que se pudra en la cárcel, la maldad se le veía en los ojos.

- Se refiere a... -dijo él-

- A su amante, se daba aires de superioridad y se jactaba de ser exitoso, un hombre de sociedad intachable, pero yo nunca me lo creí. 

- ¿Usted cree que él la asesinó? -pregunté- a mi vez.

- Es solo una intuición, pero nunca me pareció alguien de fiar ni creo que sintiera cariño por nadie.

- Muchas gracias, señora. -dije- Le dejo una tarjeta por si recuerda algo más.

Roberto se quedó pensativo el resto de la inspección, observó cada milímetro del departamento, utilizó todos sus sentidos, incluido el olfato para intentar detectar algo que se hubiera podido escapar. Su silencio también parecía ser una muestra de respeto por la persona a la que le había sido arrebatada la vida y los sueños en este lugar. Solo habló al salir del edificio.

- Ya lo tenemos- dijo. Y no agregó una sola palabra sobre el caso nunca más.

"Fer" no aportó mucho, solo que empezaron a acercarse por los trabajos en grupo de la universidad y ella le confesó que tenía una relación con un hombre mayor que nunca tenía tiempo para ella y sin embargo exigía total disposición para verse en los ratos en que podía zafarse de su trabajo y familia. Pretendía que ella abandonara los estudios y se dedicara a esperarlo en negligé como la amante perfecta, algo en lo que ella no podía transigir.

Resultó que la engañada esposa encontró en un abrigo en el fondo del armario conyugal la factura del juego de cuchillos que el tipo le había regalado a Isabela algunos meses atrás, uno de los cuales usó para matarla. Podría decirse que el crimen se resolvió casi solo, que no hubo intervención de las autoridades ni de la agencia para dar con la prueba reina que permitiera guardar de por vida a su asesino en la cárcel; lo único cierto es que hubo un ángel guardián anónimo que le hizo llegar a la víctima de adulterio las pruebas documentadas de la aventura que por años mantuvo su infiel compañero, lo que disparó la reacción airada de esta... 


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