Shhhh... ¡un poco de silencio!

No puedo entender tanto alboroto alrededor de un suicidio. Y menos cuando su ejecutor ha sido un personaje “famoso" a quien la mayoría de nosotros no tenía el placer de conocer. Podría considerar entendible el dolor cuando se trata de hechos trágicos que involucran a seres próximos y hasta justificado en el caso de niños y jóvenes, pero no así cuando son desconocidos que la “caja boba" o la pantalla grande nos han hecho sentir cercanos.

Tal vez escandalizarnos por la muerte “temprana" de un actor de 63 años que sufría depresión, problemas de alcoholismo y adicción a las drogas sea el resultado de nuestra educación religiosa, por la cual nuestro cuerpo es un templo que no debemos profanar y menos arrebatarle la vida -de la cual no somos dueños pues lo es el Señor, quien tan generosamente nos la regaló-. Posiblemente lo que nos duele sea ver derrumbarse a nuestros ídolos, esos que representan el ideal de fama y fortuna con el que alucinamos, con sus mansiones y convertibles y sirvientes incluidos.

¿Todavía nos sorprende y aterra el castigo divino, la ida directa por esa vía al infierno, o más bien que alguien decida apresurar un fin inevitable sólo que sin el elemento sorpresa que nos suele deparar el destino cruel, en el que sucumbimos luego de una penosa enfermedad, una larga vejez o una bala marcada con nuestro nombre? ¿Al fin al cabo la muerte no es el destino de todo lo vivo?

A mí personalmente, me duele más el suicidio de una madre que luego de asesinar a sus pequeños acaba con su humanidad, o el de un hombre que enceguecido por los celos arrastra consigo al amor de su vida y hasta al tercero en disputa hacia una dantesca muerte; y me afecta mucho más cuando se trata de niños o adolescentes que toman esa fatal determinación. Mi pesar surge de la oportunidad que no tuvieron de vivir; que no hayan tenido la posibilidad de decidir por sí mismos lo que eran o querían ser. Todos los demás suicidas son unos afortunados. Mucho más aquellos que le regalaron algo de su talento a la humanidad y contribuyeron a hacerla más grande. 

Puede que sea sólo una romántica a la que impactó saber que Paul Lafargue y su esposa, la hija de Karl Marx, se suicidaron antes de que su cuerpo comenzara a traicionarlos. Y porque considero valientes a los que acaban con una vida que ya ha dejado de serlo mientras el resto sólo nos resignamos. Lo cierto es que, en esas condiciones: ¡Bienvenida sea la muerte, cuando es gracias a ella que nos hacemos inmortales!

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