De marchas y tropeles

Quienes contamos con unas cuantas décadas en este mundo hemos visto todo tipo de manifestaciones y revueltas: de ambos lados del espectro político, en nuestro país y en otros cercanos o lejanos, algunas “pacíficas" y otras que han incendiado todo a su paso; y todos, de una manera u otra, hemos participado de alguna.

Al menos una vez hemos salido a apoyar a la patria en los desfiles de independencia o a protestar contra el gobierno por las alzas en los transportes y en los servicios públicos, por los recortes en los presupuestos para la educación y la salud, por la negligencia ante las masacres contra líderes reconocidos y anónimos, frente a dudosos resultados electorales; hemos visto marchas de profesores y estudiantes, de pensionados y mujeres, de campesinos, indígenas, afrodescendientes; movilizaciones que aglutinan personas de todas las edades y marchas de viejos jóvenes y de jóvenes viejos -parafraseando a Pepe Mujica-; unas coloridas como las del orgullo gay y otras plagadas de rostros compungidos; silenciosas o llenas de comparsas y bullicio.

Algunas han terminado en tropel (como decimos aquí), con destrozos materiales, heridos y hasta muertos de uno u otro lado. Hay unas que han tumbado presidentes o reversado medidas anti populares, otras han sido reivindicativas, conmemorativas y tal vez muchas -aparentemente- no han servido para nada. Las hay financiadas por gobiernos poderosos, otras motivadas nada más que por el descontento popular que aunque aparente no existir, como el vapor en una olla a presión y de manera silenciosa crece y empuja, hasta que logra, por alguna vía -unas veces más potente que otras-, salir como una explosión.

El espejismo de la democracia ha limitado nuestro papel como ciudadanos a la mera función de contribuyentes y nuestra participación política a la rutina de votar en unas cuantas elecciones, cada vez más generadoras de suspicacias por la alta posibilidad de manipulación de los resultados. Así que luchar, como bien lo han sabido los pueblos aborígenes de nuestra América desde tiempos inmemoriales, ha sido la única manera de darle una sacudida al poder, a ese que se anquilosa y atornilla en su trono y se olvida del pueblo. ¿Qué más dan entonces unas cuantos vidrios rotos, unos edificios incendiados, unas pérdidas económicas, incluso algunas o muchas vidas sacrificadas si se está peleando precisamente por eso tan valioso, más que la vida de uno, la de muchos, la de todos? El fuego purificador invadiéndolo todo, aunque luego todo vuelva a la calma y las cenizas se vayan con el viento.
Porque mientras muchas señoras y señores de camándula sentados frente al televisor se persignan mientras escupen improperios contra los vagos desadaptados que “protestan quieren todo regalado", esas explosiones no son más que maravillosa poesía: el indicio, aunque leve, de que estamos vivos, de que a pesar de lo mucho que interactuamos con aparatos tecnológicos aun somos capaces de tener empatía, de indignarnos, de sentir, como cuentan que el abuelo le dijo a la abuela cuando tuvo una erección a sus setenta y pico: ¡todavía, carajo!


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