Hablemos de cosas serias

Aquí estamos: es el día de Navidad para los cristianos en todo el mundo y nueve meses después de declarar confinamientos generalizados, la pandemia nos azota con más fuerza. La región en la que vivo, con graves problemas sociales antes de la aparición del nuevo virus, ve colapsar sus servicios de salud, morir día a día a sus más emblemáticos médicos y aun así permanece indiferente, ensimismada en una orgía de fiestas, compras y locura colectiva; estamos librando una batalla en la que los caídos aumentan por minuto, las balas y bombas son silenciosas pero igualmente letales y pocos parecen entenderlo.

Nadie imaginó en sus propósitos para el nuevo año que una situación de tal magnitud nos golpearía de la manera en que lo ha hecho; creíamos que eso de esperar el antídoto milagroso para un virus mortal era cosa de películas de ciencia ficción y cómics de súper héroes; nos sentíamos lejos de situaciones tan características de sociedades premodernas: la generación de los aparatos tecnológicos inteligentes y de la interconexión no podía colapsar por culpa de un agente invisible y desconocido. 

Tal vez eso pueda explicar la negación en la que muchos persisten; eso y nuestra capacidad de mirar siempre para otro lado, como lo hemos hecho ante la destrucción del medio ambiente, los saqueos a los erarios públicos, la capacidad de nuestros dirigentes de embarcarnos en guerras en las que los muertos y lisiados los ponen siempre los sectores más desposeídos, no importa el lugar del mundo en el que se ubiquen los conflictos; tampoco la guerra, como la enfermedad y la muerte (aunque muchos afirmen lo contrario) es democrática.

Cómo no preguntarse por qué está crisis nos ha azotado tan duro, siendo como era una gripa fuerte (o al menos así lo expresaron los expertos al comienzo); la respuesta no está muy lejos: poca inversión en salud, sistemas inhumanos en los que el acceso al “bienestar" está restringido a sectores “privilegiados"; el atraso en educación, el mínimo apoyo a la investigación científica y en general, la inexistente promulgación de un estilo de vida verdaderamente saludable en todos los sectores de la población -más allá de la cultura vacía del fitness-, con el consiguiente resultado de una alta prevalencia de enfermedades crónicas (entre ellas la obesidad), que se han convertido en el cóctel perfecto para esta hecatombe.

Los ciudadanos “conscientes" nos sorprendemos ante aquellos que abarrotan las calles y los centros comerciales, nos alarmamos por el creciente número de contagios, nos quedamos en casa porque tenemos un techo y alguien del grupo familiar cuenta con ahorros o una pensión; ignoramos, no sólo que otros viven del diario y el rebusque, sino que nosotros mismos, hace unos meses (antes de que esto comenzara) e incluso en medio de los periodos de relajación de medidas, abarrotábamos aeropuertos, restaurantes, bares, almacenes de ropa de marca: porque todos hemos tomado parte en la dinámica del consumo; todos, al menos una, pero me atrevo a decir que muchas veces, compramos algo que no necesitábamos.

Hoy nos rasgamos y se rasgan las vestiduras nuestras autoridades, pero ellos mismos han repetido una y otra vez la consigna: “ante la adversidad, salgamos a gastar, es la única cura para todos los males de esta sociedad". 

Aunque -literalmente- nos mate.



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