Las manos del abuelo

- ¿Seguro que no me va a doler? Preguntó Marianita mirando los dedos gruesos y gigantes de su abuelo, quien con un pedazo de algodón en una mano y el tarro de Merthiolate en la otra se aprestaba a curar la rodilla herida.
- No sólo no le va a doler, mi muñequita, sino que no le va a quedar ninguna cicatriz y va a
poder ir al reinado en Cartagena.

Y efectivamente no dolió, como pasaba siempre que le curaba algún raspón, cortada, reventada o chichón. Sus manos eran expertas en sanar.

-¿A dónde iremos hoy, nonito?
-Vamos a viajar a las tierras de las mil y una noches; recorreremos los desiertos majestuosos, las mezquitas imponentes, veremos los castillos rodeados por frondosos jardines de árboles frutales; pasaremos por las tiendas de los nómadas y los mercados abarrotados de dátiles y todo tipo de telas bordadas en oro; volaremos en alfombras mágicas y aspiraremos los perfumes de las princesas cubiertas de delicados velos; acariciaremos caballos de elegantes crines y brillante pelaje; espiaremos a los reyes en sus tronos y a los mendigos apostados con sus muletas en los andenes; a los niños de ojos oscuros y profundos, a los hombres de barbas negras y pobladas; a las cabras en los techos de las casas hechas de barro que parecen enclavarse en la tierra; planearemos a través de ríos de aguas cristalinas en las que bebió el profeta Mahoma; escucharemos su delicado murmullo y el trinar de miles de aves; de lejos observaremos a las vacas sagradas pastar sin prisa y los huertos y los olivos reverdecer y a todos los habitantes de estas tierras inclinarse al caer el sol en profunda reverencia. También si quieres pasearemos en globo por las pirámides y saludaremos a la Esfinge.
- ¡Siiii nonito! Allá es adonde quiero ir.

El abuelo se tomó el tiempo para describir los paisajes y las gentes, Marianita con la boca abierta escuchaba y casi evitaba pasar saliva para no perderse nada del relato. 

Además de probar los juguetes el día de Navidad, enseñarlos a montar bicicleta y patinar, curar sus heridas y traerles los dulces más maravillosos del mundo (las melcochas, los masmelos o los caramelos de anís o de leche rellenos de chocolate), el abuelo contaba historias fantásticas, algunas reales -como la de él quedándose dormido en el camión que manejaba para “la Empresa” (una petrolera) al borde de un barranco, de donde tuvieron que rescatarlo con una grúa, sin que se diera cuenta del peligro hasta que despertó sintiendo que lo halaban (con carro y todo) hacia la carretera-. 

El nono (así le decían, no por tener ancestros italianos, sino porque es la costumbre en los Santanderes) también los llevaba a comprar la pólvora de diciembre en unas tiendas de lona que ponían en el mismo tierrero en el que se instalaban los circos y las ciudades de hierro que pasaban por la ciudad, a todos los que llevaba siempre a sus dos consentidos: Mariana y Jacobo, los primeros nietos y los más queridos siempre. A los niños les gustaba que les comprara manzanas acarameladas aunque duraran todo el rato con las manos pegajosas, con las que se aferraban con fuerza a las barras de los carritos en la montaña rusa, a las sillas voladoras o a los manubrios de los caballitos del carrusel, los preferidos de Marianita. A Jacobo le gustaban más la Casa del terror y el Gravitrón, esa especie de nave espacial en la que uno daba vueltas pegado a las paredes sin poder moverse. La diferencia entre la niña y su hermano es que a él le parecía que si uno no salía asustado o físicamente descompuesto, la atracción no había valido la pena.

Había una foto de los tres (de esas en miniatura que entregaban en un estuche de pasta sujeto a una cadenita con una abertura por la que se podía ver la imagen) en uno de los circos en la que el abuelo, en sus poderosos cuarenta, hacía gala de su apostura; el nieto de su pícardía guiñando el ojo a la cámara y Marianita, tal vez de cinco o seis años, sin poder sonreír y con los ojos desorbitados del susto ante el espectáculo sobrecogedor de tigres, elefantes, luces y sobre todo los payasos, que lograban intimidarla.

Cuando todavía no iban al colegio los montaba en el asiento delantero de su taxi y los llevaba a recorrer la ciudad en busca de pasajeros (aunque a la niña no tanto porque era una complicación cuando sentía deseos de ir al baño; el niño salía del apuro en cualquier árbol) y los clientes se maravillaban de ese par de nietos tan hermosos y "bien portados", además de inteligentes y despiertos. En él los llevaba también a clases de natación y danzas (al colegio no, porque quedaba a una cuadra y podían ir caminando), a casa de la familia paterna y al cementerio a visitar las tumbas los domingos; en él, Jacobo soñaba con que conducía solo mientras movía el volante sentado en las piernas del abuelo; allí encontraban siempre en la guantera algún objeto curioso que terminaba siendo un regalo inesperado.

Mariana recuerda todo en la sala de velaciones en la que yace el cuerpo de su abuelo. Para ella siempre fue el mismo, aunque en los últimos tiempos cuando lo abrazaba lo sentía cada vez más frágil y encogido; él, que fue tan alto y robusto. Siempre fue su muñequita pero en los últimos tiempos era ella quien le llevaba dulces y pan de leche al asilo; él devolvía el favor contándole historias delante del novio, quien solía acompañarla:
-Mi niñita era tan tragona y gordita de recién nacida, que las enfermeras llamaban a la casa para que llevaran más leche de fórmula, ¡porque se tomaba cuatro onzas de tetero! Y aun así quedaba con hambre y levantaba la clínica a gritos-.

A ella no le daba vergüenza sino ternura que su novio escuchara esas historias.

Antes de que se llevaran el féretro, miró por última vez enredadas en un rosario esas manos que tanto la curaron
-¡Cuánto las voy a extrañar! Pensó, mientras ajustaban la tapa.

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