Radiografía de un país macabro

 El nombre ya es un mal chiste, Colombia, en honor a Columbus -no el genial detective de la serie de los ochenta, sino el descubridor, ese italiano perdido e ignorante que creía haber llegado a las Indias-. Todo indica que nos enorgullece ser oprimidos, arrodillados desde chiquitos, lambones, pusilánimes, complacientes.

Desde allí todo fue mal; dicen que antes de las tres carabelas los nativos vivían en paz -excepto cuando se enfrentaban con otras tribus, y se mataban, bebían la sangre de sus enemigos y robaban sus tierras, a sus animales y a sus mujeres-. No nos consta, nada sabemos de la conquista hacia atrás, es como si ese 12 de octubre de 1492 hubiera borrado la historia de nuestros antepasados.

Lo demás, está lleno de versiones acomodadas de unos, que añoran haber seguido siendo colonia española (esos arrogantes chapetones ahora no nos pedirían visa para ir a la Madre Patria) y otros que lamentan no haber sido la gran nación latinoamericana que soñaba el Libertador (un camello si pensamos en lo difícil que hubiera sido poner de acuerdo a tantos y tan diferentes).

Lo único cierto es ese transitar común por la historia cobijados por el respeto a las formas de una gente de bien -que para ser tan poca tiene mucho poder- y sus implacables sentencias ejecutadas limpiamente (sin dejar pruebas, sin investigaciones efectivas como los asesinatos de Gaitán, Galán, Pizarro, Garzón y un largo etcétera) por los esbirros de siempre, unos miserables iguales de pati sucios a aquellos a quienes suelen perseguir y masacrar (el pueblo contra el pueblo), sólo porque creen que sirviendo a los ricos van a ser como ellos (es por eso que llevan con orgullo sus uniformes y se dejan condecorar con sus medallas de mentiras). No lo saben, pero nunca van a ser como ellos, aunque vivan en sus barrios y ostenten carros más lujosos que los de sus patrones: aquí la élite nunca se rebajará al nivel del vulgo y vulgo es cualquiera que trabaje una hora más que ellos, que nunca lo hicieron ni lo harán, si es que el sistema los sigue manteniendo intocables.

Esta tierra cruel, regada por ríos de sangre, ha visto morir a cientos de jóvenes y mujeres, ancianos y niños sin inmutarse, mientras empina una botella de whisky malo y escucha alguna música violenta y ramplona. Este pedazo de patria no ofrece un atisbo de esperanza a los que nacieron entre casas de lata y piso de tierra, la movilidad social, el ascenso, existen solo para unos pocos que se atreven a meter en un cajón su dignidad; brilla el sol para quien traiciona su clase y a sí mismo. El resto perecerá en la más pura y diáfana ignominia.

Y aquí estamos, tratando de buscar entre la sangre y la mugre, entre el traqueteo de los disparos, las historias de masacres, el ruido estridente de los vecinos, algo de esperanza. Mientras muchos se escandalizan por algunos vidrios rotos y paredes pintadas y se solidarizan con la clase que los oprime (los jefes, los dueños), otros dejan su vida en el pavimento de alguna ciudad intermedia, en la sala de su casa, en una carretera rural o en la montaña, por un ideal de igualdad que nunca llegará y hará parecer que no sirvió de nada.

Pero todo indica que sí servirá y se anuncia un tiempo en el que esos que se sientan en el club a reírse de los guisos; esos que han sido protegidos por más de 200 años de un juego de ping pong macabro con el poder entre rojos y azules -que aparentan ser distintos pero son los mismos-; ya no van a tenerla tan fácil contra unas "hordas" que responden más a una publicación de menos de diez palabras de su influencer favorito que a un discurso politiquero de dos horas: algo cambió y hoy la realidad se nos hace un poco menos mezquina. 

Y de paso, que caigan todas las estatuas que tengan que caer.

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