Instrucciones para volar una nave espacial

Éramos afortunados: teníamos la casa para nosotros y sólo debíamos asegurarnos de que todo estuviera ordenado pasadas las seis cuando mi mamá llegara del trabajo. Además, la mesa del comedor era redonda y el adorno que estaba en el centro -un tazón con frutas de vidrio- le daba la forma puntiaguda que necesitábamos cuando extendíamos la sábana por encima. Luego, sólo era cuestión de acercarla al equipo de sonido que con sus botones y luces era la perfecta tabla de control, meternos debajo, cerrar todas las compuertas y despegar... Mi hermano era el capitán y sabía hacer las voces de los operadores, un poco gangosas, y bastante incomprensibles. Los viajes eran accidentados pero siempre aterrizábamos sanos y salvos para seguir con otro juego.

Cuando le regalaron el cassette con la banda sonora de James Bond nos dispusimos a recrear las películas que habíamos visto y sólo necesitábamos a un malo, porque yo era la bella damisela y mi hermano el héroe. Los amigos ingenuos que eran invitados a jugar Atari terminaban amarrados debajo de la cama o metidos en un clóset casi ahogándose, bañados en sudor y amordazados; yo sentía una mezcla de miedo y lástima que a veces me llevaba a liberarlos antes de tiempo y eso hacía que se enamoraran de mí, por lo cual a veces tenía que soportar sus ojos de ternero degollado sin que me dirigieran una sola palabra y que a veces me hacían salir corriendo despavorida a encerrarme en mi cuarto, dando por finalizada la odisea.

También éramos exploradores de los lotes desocupados que estaban detrás de la casa de mi abuela. Sólo decíamos "vamos a jugar al monte" y ella entendía. Recogíamos tesoros que eran básicamente basura que la gente tiraba por el patio y regresábamos con pullitas pegadas a la ropa que nos demorábamos un rato en quitar, pero nos sentíamos felices y libres caminando uno detrás de otro por esos terrenos agrestes.

A la cabeza de todos siempre estaba mi hermano mayor, el travieso, el inquieto, el imaginativo; el líder de la manada con su sonrisa pícara y sus ojos café (que yo envidiaba porque los míos eran negros); el mismo que treinta años después todavía se emociona como un niño de 11 años con las películas de súperhéroes...

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