Amores binacionales
Dicen que uno no debería regresar a los lugares en los que ha sido feliz y, según eso, yo no debería haber vuelto a la metrópolis de mi infancia. Pero lo he hecho muchas veces y nunca, ni en sus peores momentos, me ha decepcionado.
Muchos conocidos ya han escuchado hasta el cansancio esta perorata: la primera gran ciudad que conocí fue la capital de Venezuela -mi segunda patria- y para una niña de 7 años que aún creía en seres sobrenaturales y en que los muertos resucitaban, fue una experiencia mágica y de colores, sabores y sensaciones inolvidables.
Recuerdo llegar de noche y transitar a toda velocidad por una autopista que parecía flotar sobre el suelo y de hecho lo hacía, rodeada de inmensos edificios y avisos luminosos como los que se veían en las películas gringas, después de muchas horas de viaje y de haber saboreado en el camino un café más rico y más fuerte que el de mi propio país (cafetero, por cierto); de probar unas arepas que parecían tener mil variedades para escoger y ver en esos mostradores dulces y galletas (Sorbeticos, Nucita, Torontos) que en mi vida había conocido. Todo, desde el viaje en carro hasta hacernos los dormidos cuando nos paraban en las alcabalas para que los guardias no nos pidieran papeles, era misterioso y emocionante.
Cuando llegamos, cansados, a nuestro destino, el olor del apartamento -no sabría decir a qué, a rancio y a nuevo, a desinfectante-, el de la ciudad toda a smog, a comida china (cada lugar tiene su olor) se me quedó grabado para siempre, como el de esa juguetería con un nombre poco sugestivo: la General Import, en la que había de todo lo que un niño pudiera desear. Y el metro, ¡Wow! Nunca había sentido esa sensación de aceleración y desaceleración más que en el Gravitrón de las ciudades de hierro, era como llegar con el cuerpo tan rápido a un destino que la mente no terminaba de enterarse (como dijo alguna vez García Márquez sobre viajar en avión).
Fue mi primera vez en un zoológico, mi primer helado en un Mc Donalds, mi primera hamburguesa en Burguer King (¡lo siento, soy hija de los ochentas!) y cómo no, ¡la playa! Aunque había conocido el mar en San Andrés unos años antes, pero estar en una ciudad con mucho tráfico, rodeada de montañas y con pequeñas casas enclavadas en sus faldas (cuyas luces de noche simulaban un pesebre viviente), atravesar un túnel y verlo allí, esperándonos, con su pescado y su tostón gigante (patacón) con ensalada de zanahoria y repollo rallados y mucho queso y salsas por encima ¡Era una delicia!
El chocolate caliente en el cerro El Ávila, ataviados con ropas de invierno como si estuviéramos en Saint Tropez, la subida en teleférico y ver desde arriba los edificios pequeñitos; el cochino frito con cachapa en el Junquito (un pueblito a una hora de Caracas); las fresas en la Colonia Tovar (un poco más allá). Los sandwiches de jamón y queso, que eran de un nivel superior a los colombianos por la calidad de sus ingredientes; los cachitos (una especie de croissants), las empanadas de carne mechada, de cazón (una variedad de pescado); los pasteles de pavo y queso crema, de espinaca con ricota; la paella, la sangría, la reina pepiada, el pasticho (la lasaña aquí) y tantos platos insuperables que hicieron que al regresar a mi país papero y desabrido casi no pudiera tolerar su comida...
Todavía escucho las gaitas y no puedo dejar de recordar las salidas de noche a patinar en el paseo Los Próceres; la misa de gallo a la que fuimos, felices, de madrugada; la alegría de los vecinos que parecían conocernos de toda la vida ¡Qué país alucinante! Y estaba ahí al lado, más cerca que la fría, en todos los sentidos, Bogotá...
¡Qué amor tan temprano y tan eterno por ti, mi bella Caracas!
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