Envejeciendo
Hacerse mayor, como morir, es una de las muchas cosas que uno cree que solo le pasan a los demás.
Nos convencemos de que siempre vamos a ser los mismos -como si las huellas que se fijan en nuestros rostros fuesen voluntarias y por un acto de resistencia consciente pudiéramos impedir que aparecieran-; por eso solemos decir, cuando encontramos a alguien contemporáneo, mayor o menor que se ve como se tiene que ver para su edad: "¡cómo está de viejo fulano! O, ¡cómo está de acabada sutana!".
No se nos ocurre, por supuesto, que otros puedan decir lo mismo de nosotros ¡Estamos tan seguros de haberle ganado la partida al tiempo con nuestra actitud jovial, nuestro rechazo a sentirnos anacrónicos amando lo que amábamos en los "años mozos" (como la música de nuestra época), pero descubriendo y viviendo cosas nuevas, mostrándonos actuales, estando a la vanguardia en tendencias y tecnología, tratando de seguirle el paso al frenético ritmo de los miles de contenidos disponibles en ese monstruo que es "la red"...
Y sí, lo hemos logrado: luchamos contra el tiempo y de cierta manera (temporal, valga la redundancia) lo vencimos, aun cuando la realidad física -aunque por dentro nos sintamos los mismos- es abrumadora: las canas aparecen, las líneas de expresión se hacen más profundas, la piel se afloja, las articulaciones dejan de resistir estoicamente los golpes de la vida; pero, también con los años aparecen la madurez, la serenidad y la sabiduría, que no son poca cosa.
¿Por qué nuestra sociedad desprecia tan valiosas cualidades e idealiza una juventud -afortunadamente efímera- en la que nos acompañaba la lozanía pero no la experiencia, en la que los errores parecían no tener fin, algunos de los cuales determinaron para siempre el rumbo de la existencia? ¿Por qué, si sabemos que cualquier vieja o viejo de una u otra manera es sabio solo por el hecho de haber vivido tanto, nos hacen temerle a la verdad revelada de la senectud?
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