Mi primer amor

  Tenía la piel blanca -sorprendentemente blanca en una familia de trigueños- y se sentía orgulloso de ella. Aunque no medía más de un metro con sesenta se destacaba entre sus hermanos por su inteligencia e ingenio y por su habilidad para conquistar a todos. Era, al menos para los varones, "el galán" de la familia. Cuentan que de niño era muy travieso y que al crecer esas travesuras dejaron de ser inocentes, pero él siempre encontraba la manera de salirse con la suya a pesar de que su padre era un hombre recio y estricto. Se salvó de muchas pelas a punta de gracia, aunque ya no le alcanzó cuando descubrieron que en vez de estudiar medicina en la capital andaba de juerga con la plata que le mandaban. 

Dicen que eso sí le dolió el viejo y que a partir de ahí la relación nunca volvió a ser la misma. Es que le gustaban mucho el trago, el juego y las mujeres... Tenía siempre varias novias, pero yo sabía que estaba de primera en su corazón y que sólo a mí me era fiel. Leía poemas haciéndome creer que habían sido inspirados por mí y no le importaba pasar horas desenredando mis crespos rebeldes. Le gustaba que me parara sobre sus rodillas o le diera palmadas en la barriga, a nadie más que a mí le permitía burlarse de su incipiente gordura o de la barba que me picaba cada vez que le daba un beso.

La última noche que estuvimos juntos fuimos a comer con mi mamá y mi hermano al mejor restaurante de la ciudad, "El Portón Oriental". Pedimos cócteles de mariscos porque nos gustaba jugar con los pequeños pulpos en las copas de vidrio azul marino. El trío tocó varias canciones incluida la preferida de mi mamá: Amémonos. La brisa refrescaba la noche guasimalera y todos estábamos felices, parecía el comienzo de una nueva etapa, llena de amor y tranquilidad.

Al otro día se embarcó en un viaje sin regreso. Lo volví a ver envuelto en su ataúd de metal y tuve que hacer un gran esfuerzo para reconocer en ese rostro el de mi padre amado. 

Tenía 9 años y algo en mi vida se había roto para siempre.

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