Extrañamiento

¿Qué es la vida sino este constante fluctuar entre realismo e irrealidad, entre la contundencia de levantarse cada mañana con la vejiga llena y nuestra imposibilidad de aceptar que un virus que no podemos ver haya puesto en jaque a la misma ciencia que crea brazos robóticos y transplanta corazones de simio en humanos?

¿Qué es más verídico, lo que nos golpea en la cara o aquello que persiste en nuestra memoria? Como la casa de la abuela, a la que uno cree poder ir cualquier tarde a tomar café y conversar, aunque esté ocupada por otros o ya no exista.

¿No seguimos amando a nuestros familiares que ya no están, como a cada uno de nuestros amores, no importa que se hayan ido o el daño que nos hayan hecho? ¿No permanecen en nuestra memoria y en nuestros sueños, donde aparecen y aparecemos amándolos, tan jóvenes, tan inocentes como solíamos serlo?

Así como el que muere se queda con nosotros, todos aquellos a quienes amamos seguirán siendo amados por una parte de nosotros, porque en ese amado nos amamos, en ese amado fuimos doblemente amados (por él y por nosotros).

En cambio la materialidad de la existencia que se pasea entre nosotros, las miles de víctimas por todo tipo de causas, son aun una especie de fantasía a la que asistimos a través de aparatos que también nos proveen de ficción. Aunque los asesinatos, la guerra y el recién aparecido bicho nos respiren en la nuca, sigue siendo más urgente pagar la cuenta de Netflix o la marca del celular que obtendremos en la próxima quincena: siempre es más interesante ocuparse de nimiedades que pensar en lo importante, especialmente si ellas nos permiten escapar de realidades horrendas. 

Sobrevivimos así, evadiendo, permaneciendo en los delirios de nuestra mente en la que somos las criaturas más especiales del universo, aunque no seamos más que una mota de polvo entre miles de millones... Y es esta desconexión la culpable de que no pensemos en cambiar nada, de que nos quedemos con las múltiples opciones de escape que nos proporciona un mundo en el que todo se puede comprar.

Tal vez lo que no aprendimos del confinamiento es que no necesitábamos viajar por el mundo, sino ahondar en nuestro interior -algo que fuimos incapaces de hacer- aunque, ¿no es cierto que adonde vayamos llevamos nuestros recuerdos y afectos y ellos hacen que seamos como ese Nautilus que navega todos los océanos del planeta sin que las criaturas del mar puedan penetrarlo y a las cuales se observa solo a través de pequeñas ventanas?

No hemos entendido que tenemos un deber como habitantes de este planeta y es solo el de ver la verdad. Es por eso que nos encaminamos tan rápidamente a la destrucción.

Esperemos que la tierra, que no necesita de nosotros y estará mejor cuando nos extingamos, en su sabiduría y magnificencia sepa perdonar nuestro estupidizado e inocuo paso por la existencia.

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