Des-creencias
“Por fin me he ido del único club en el que yo no me había apuntado...", escribía alguien que acababa de tramitar su apostasía. Me hizo pensar en la estupidez humana de seguir un camino que no hemos elegido, como el del credo que nos impusieron nuestros padres; ni siquiera lo cuestionamos, lo asumimos como tantas otras tonterías, como el día de los enamorados o la navidad... Sólo de vez en cuando algunos desadaptados reclaman y se oponen y reciben chorros de agua o gases o balas y en casos menos graves miradas de desaprobación de señoras y señores bien...
Pues, he aquí que en vísperas de una reunión de ex compañeras de colegio y viendo sus fotos y comentarios sentí una gran desazón y me pregunté ¿en quiénes nos hemos (se han) convertido? ¡Por dios, son nuestras madres! Ellas, yo no, carezco de la familia tipo postal, para la foto tendrían que prestarme un marido y un par de críos y además porque mis comentarios en redes sociales carecen de expresiones como: “que el señor bendiga tu hermosa familia y convierta a tus hijos en ciudadanos de bien", (“que dentro de unos años reproduzcan la misma foto, las mismas costumbres, el mismo sistema" deberían agregar).
No, yo no soy así y no debería seguir preguntándome si hay algo malo en mí o en ellos, mi vida ha sido desenredar el ovillo, intentar resolver esas dudas que me acosaban en las noches antes de dormir, cuando aún no tenía diez años y había perdido a mi papá a manos de la muerte y la puta ambición. Cuando era niña y la lógica era natural y me cuestionaba ¿por qué si el niño Dios o papá Noel traen los regalos, un vecino me había dicho que vio a mi padre (real) pasar con un oso gigante que luego apareció debajo del árbol? A menos que fuera sólo un cómplice, pensé luego, pero nunca lo entendí del todo.
Tienen mucha razón los ministros de la fe al usar la palabra misterio para referirse al sinfín de cosas que la religión no puede explicar: la ambigüedad en la figura misma de dios me impedía considerarlo un ser posible o al menos un ser superior; si era compasivo y despiadado, amoroso y vengativo, si perdonaba a unos y a otros no; entonces no era magnánimo -me decía- no era más que uno de nosotros, caprichoso e indolente y así no podía adorarlo.
Pasaron años para llegar a esto y mi familia y amigas deberían dejar de asustarse: porque me liberé de miedos que provocaban pesadillas recurrentes, como pensar en despertar el día de la resurrección con el cuerpo medio carcomido por los gusanos buscando a mis pobres seres queridos vivos o muertos; me deshice del temor a un juicio en el cual no sabría si se me condenaría más por dudar de mi fe que por matar a alguien (cosa que no pienso hacer); me salvé de la lotería que era rezar y no saber si el todopoderoso escucharía mis súplicas, me curé de entender la vida como castigo más que como una secuencia lógica de causas y efectos. Mi vida no es más feliz pero sí más tranquila que antes. Tengo la lucidez para analizar cada cosa que pasa sin aferrarme a una utopía absurda.
No requiero ahora de síntesis ilógicas para darle coherencia a cosas que no la tienen, para mí el mundo es mas caótico pero también más real, más maravilloso desde que sé que todo lo ha hecho por sí mismo, sin ayuda de magos gigantes; también es más simple ahora que sé que todo eso que la Biblia juzgaba mal no era más que producto de los prejuicios de fanáticos delirantes que se tomaron la vocería de la secta. Ahora duermo más tranquila y despierto pensando que haga lo que haga, no seré castigada más que por mi propia consciencia y por la ley de los hombres (si fuera el caso y cometiera un delito).
Y como soy una atea con ética propia -aunque a veces piense en lo absurdo de vivir una vida que yo no pedí-, sólo puedo pensar, como dice el personaje de Dante en la película Martín Hache en "seguir, aunque sólo sea por curiosidad." Porque decida lo que decida, haga lo que haga, nadie estará ahí esperándome a las puertas de ningún reino de ultratumba.
He dicho.
He dicho.
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