Reflexiones de invierno
No dejo de preguntarme cómo he podido sobrevivir, cómo alguien tan lleno de temores e inseguridades ha podido soportar el mundo. Cómo, si no tolero ver morir a ningún ser que mida más de cinco centímetros, he resistido tanta muerte en este país, en este mundo tenebroso en el que me tocó nacer. Cómo, siendo tan quisquillosa como soy, he podido tolerar tanto ruido, tanto despelote, tanta salvajada junta. Ahora entiendo por qué amé de forma desesperada, por qué busqué satisfacer los impulsos del cuerpo, para callar esa voz que dentro de mí retumbaba. Queda claro por qué he sido hedonista, epicureísta, o como quieran llamarlo... Todo con tal de no morir de pena o beber la cicuta, que era lo mismo.
Sigo sintiendo el mismo dolor y la misma rabia. Me siguen indignando las muertes y la indiferencia; me cuesta entender que tal vez los otros sólo hacen lo mismo y buscan embrutecerse, cegarse, dejar de escuchar lo que alrededor grita que esto, simplemente no tiene salvación.
Dice la canción que el amor te salva y por eso trato de salvarme cada día amando a lo que sea y a quien sea, lo que verdaderamente me cuesta -como nos cuesta a todos- un gran esfuerzo, un gran dolor y una gran herida. Tengo que hacerlo porque no soy capaz de drogarme ni atiborrarme de objetos, comida o alcohol; tampoco de halar el gatillo de una arma que no poseo y nunca compraré. Apelaré a los amigos que no tengo, a los recuerdos que no viví, a las personas que nunca me amaron. Tendré que seguir usando cada día la máscara con sonrisa incluida, fingir que algo me importa y que amo la vida cuando en el fondo espero con ansia dormir algún día el sueño de los justos.
Aunque le sigo temiendo a la muerte.
Aunque le sigo temiendo a la muerte.
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