Crónicas costeñas

Es curioso cómo a la orilla del mar todo se ve diferente. Como decía alguien, es estar en el borde del mundo, aunque no sabes con exactitud lo que está del otro lado. Te preguntas qué traen esas aguas cristalinas o a veces profundamente oscuras... Aquí el sol no da tregua y calcina la piel durante todo el día, pero a las 5 y media de la tarde comienza la transformación que a todos reconcilia con la vida:  el cielo se torna anaranjado y la brisa se hace cada vez más suave, las luces se encienden y todo adquiere una nueva vida, en la que la miseria y la suciedad desaparecen... Porque la pobreza y los contrastes son difíciles de ignorar, cuando para ir a famosas playas como el Rodadero o Taganga tienes que pasar por montañas salpicadas de vegetación reseca y bolsas de plástico, por casas de tabla e innumerables perros que luego merodean por las playas abarrotadas.

Aquí se mezclan la cadencia del samario con acentos de todo el país y de otras naciones suramericanas, el inglés, el alemán y tantos otros; los oídos deben acostumbrarse al estruendo que arrojan los fines de semana los picós, aunque no haya mucha diferencia con las demás ciudades, que suelen ser igualmente ruidosas, excepto por la presencia repetitiva de la champeta. Pero te olvidas de todo sólo al ver las aguas y los barcos en los muelles. No puedo saber si quienes han tenido frente a sí estos paisajes toda la vida habrán de acostumbrarse; no sé si extrañarán ese azul cuando se van lejos...


A mí, hay algo aquí que me llena de ganas de vivir y de amar. Hay algo aquí que me aleja de la depresión, del negativismo y el temor a la muerte. Y no quisiera que acabara.

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