El odio

Hasta hace poco no entendía la lucha de clases. En realidad no creía que las clases estuvieran en pugna, pensé que coexistían relativamente en paz, al menos en este momento, en el que más gente tiene acceso a los bienes y la globalización equipara a un adolescente latinoamericano con uno japonés, pues ambos tienen el mismo aparato celular y posiblemente la misma marca de zapatos.

Pero entonces algo empezó a llamar mi atención y terminó convirtiéndose casi en una obsesión: es la capacidad de odiarnos los unos a los otros. Pareciera ser una especie de derecho, una tremenda catarsis poder decir “odio esto", “cómo odio que..."

En mi país -y es posible que esto ocurra en el resto del mundo-, sobretodo odiamos a lo que se sale del patrón que nuestras élites y líderes políticos, culturales y religiosos establecieron: odiamos al negro, al provinciano, al indio, al pobre, al chabacán. En los últimos tiempos se han añadido a la lista los gays, las pre-pago y los traquetos. Antes y aún se odia al “levantado", al que teniendo plata adolece de “falta de clase", al que sale del restaurante con el palillo en boca; a la que tiene un cuerpo voluptuoso a punta de cirugías y carro, ropa y joyas de "dudosa" procedencia; los rolos odian a los costeños y viceversa; todos odiamos a los paisas y nos burlamos de los pastusos y boyacenses; pero también de los discapacitados, los feos, los mal vestidos y los deformes. 

Tal vez existan otros términos más exactos como repudio o fastidio, lo cierto es que nos gusta mofarnos, rechazar, despreciar.

Aquí pocos se atreven a burlarse de las clases altas y los que intentan hacerlo son llamados “resentidos". Nos parece normal que ellos sean los dueños del país, incluido el aire que respiramos y el agua que bebemos. Está bien que ellos sigan gobernando hasta el fin de los tiempos, está bien que vivan en mansiones y jueguen golf o póker en clubes exclusivos, que viajen por el mundo en primera clase o hasta en su propio avión: nos han dicho que Dios hizo a ricos y a pobres por una razón y es para que los primeros disfruten aquí pero en la eternidad se quemen en las llamas del infierno, mientras los segundos pasan penurias en la tierra para luego gozar en el cielo. Además, dicen, unos y otros son necesarios para que haya equilibrio en la ecuación, si uno falta, el otro desaparece y todo se va al carajo.

En cambio, ¿quién no se ha reído alguna vez de los "pobretones" y de los políticos mamertos que dicen representarlos? ¿Quién no ha denostado de su suciedad, de su mal gusto y ropa barata, su supuesta vagancia y escasez de iniciativa? ¿Quién no ha denigrado de la música que escuchan, de cómo hablan y se comportan en la mesa, en los eventos sociales? Si una señora rica sale a la calle pintarrajeada nos parece genial, si una pobre hace lo mismo decimos que va para su trabajo en un bar de mala muerte. Todo lo que use un rico es vanguardia, lo de los pobres no son más que baratijas.

Dicho odio por todo lo que huela a pueblo -dicen los estudiosos-, parece venir de muy atrás en nuestra historia, de la Colonia, período en el cual los españoles afincados en América empezaron a reproducirse y como producto de estas excelsas uniones fueron naciendo los llamados criollos. Estos, para su desgracia, nacieron en esta tierra impura, teniendo para su disgusto más en común con los inferiores nativos que con sus ancestros europeos, y, aunque hayan sido los gestores de la independencia, nunca parecieron sentirse del todo cercanos a aquellos por cuya libertad supuestamente lucharon. Sus anhelos estaban lejos, allá en Europa y no en estos reinos salvajes para ellos carentes de cultura e historia. Nunca se resignaron, nunca nos resignamos: en uno u otro momento hemos deseado ser ingleses, franceses o escandinavos. Y para quienes se consideran ciudadanos de otras tierras más excelsas, aquel que grita “viva Colombia hijueputa, el mejor país del mundo, papá" nos parece ignorante y atrasado, carente de aspiraciones y de mundo, mejor dicho, un corroncho.

Ese aparente nacionalismo ha sido aprovechado por demagogos con el fin de sumar adeptos y por consiguiente votos, pero nunca ha habido una verdadera cohesión, un genuino afecto y admiración por el otro, por ese paisano de otras zonas. Es por eso que los que intentan reivindicar los derechos de los excluidos siempre, además de ser acusados de guerrilleros -en el mejor de los casos- y de corruptos, ladrones y populistas en el peor (aunque sean los de derecha, los blancos y de clase alta los que más hayan matado y saqueado), hagan lo que hagan siempre serán juzgados más duramente y tal vez nunca logren por completo el respeto y la anuencia de los pobres -precisamente aquellos por los cuales su lucha tiene razón de ser-; porque para ellos los ricos son su modelo a seguir y por tanto dignos de veneración. El sometimiento a sus voluntades, creen, garantiza la posibilidad de llegar algún día a ser como ellos, si no en persona propia al menos a través de las siguientes generaciones.

Dudo si alguna vez lograremos congregarnos alrededor de propósitos loables (empiezan a verse pequeños destellos de solidaridad); espero que algún día logremos un equilibrio entre el regionalismo irracional y la aceptación sincera de nuestros orígenes. Pero sobre todo deseo que termine esta guerra demasiado larga que ha fomentado el odio y endurecido la piel de todo un país que no debería hacer más que amar sus diferencias, su variedad y colorido. Ese día sí gritaré: “¡Que viva Colombia hijueputa!"

Comentarios

  1. Sin duda se considera la raza indígena como una raza inferior, indigna. Y nuestro ADN mitocondrial es mayoritariamente indígena. O sea, nos odiamos a nosotros mismos. Esa es la herencia de Roma a través de España.

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  2. Así es, odiamos nuestra propia sangre.

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