La privatización de la vida

Es un hecho que en este mundo no somos nadie sin un peso en el bolsillo; es un hecho que las relaciones -todas- están marcadas por este pequeño gran detalle: que si después de cierta edad no pagas tus cuentas no te quiere ni tu mamá. Es triste que como dice la canción "amigo cuánto tienes cuánto vales" aplique para tus vínculos familiares, amorosos de amistad o incluso laborales; pero saber que no tienes derecho ni a disfrutar de las riquezas de tu país, que todo lo bonito tiene precio, o dueño, o mejor dicho, los dos, que hay lugares en los que sólo parecen ser bienvenidos los extranjeros con sus dólares o sus euros, ¡eso sí que entristece!

Lo digo porque ahora vivo en una ciudad turística -aunque no lo es tanto como por ejemplo, Cartagena- y me he dado cuenta de que ciertas playas, las más bonitas en su mayoría, no sólo cobran entrada, sino hay que ir en carro o pagar transporte a precios exorbitantes, porque no hay de otra, a lo que hay que sumarle el precio de la carpa y las sillas, el pescado y terminas volviéndote el cachaco tacaño que lleva la estera en el morral con un paquete de saltinas y dos latas de atún con una coca cola que te vas a tener que tomar hirviendo, porque apenas sale de la nevera ya empieza a sudar. Pero no hay modo, enterarse de que el parque Tayrona y la Sierra Nevada de Santa Marta son propiedad de Aviatur, que son quienes deciden quién puede costear los impagables alojamientos dizque ecológicos que se inventaron, dan ganas de irse a bañar de ahora en adelante a la Bahía llena de algas (donde va el pueblo) y no se ven pareos ni pavas de última moda o al Rodadero, donde los vendedores son insistentes pero amables y si les compras al menos sabes que estás contribuyendo a la economía de una familia humilde.

Que sigan los ricos y los colombianos arribistas yendo a esas playas escondidas y de nombres raros en las que sólo ves a tres o cuatro familias ricas luciendo la moda de verano de Silvia Tcherassi; de ahora en adelante, vamos pa Taganga y más ná. 


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