Revelaciones

De pronto, esta pitonisa de la calamidad despierta llena de certeza, aunque se haya acostado deseando abrir los ojos diez años después, con los muertos de la posguerra ya contados para no tener que vivirlos cada día desde un lugar distinto, con un rostro, una edad, un nombre y una historia de lucha particular, terminados igualmente a bala en una calle cualquiera de esta tierra salvaje.

Esta rapsoda de la tristeza sabe que esas familias están llorando a su ser querido, pero ella los padece a todos y arrastra su duelo perenne; porque aunque diga odiarla, ama esta tierra exhuberantemente bella y tan perversa como una Lucrecia Borgia con alpargatas y sombrero vueltiao; sobre ella ha sido groseramente feliz y amada, sus sabores y olores han deleitado aun sin quererlo cada uno de sus sentidos y esa savia deliciosa y maldita recorre sus venas y habita en su saliva, se transpira en su sudor y sale por sus desechos, volviendo a entrar cada día con cada respiración, con cada mirada aterrada y candorosa que lanza a cada macabro ser que habita su camino.

Esta vestal de la tragedia, esta hechicera sin magia, esta profetisa de la obviedad ha dejado de creer en un tiempo pasado mejor, ha dejado de añorar una época bucólica que nunca tuvo lugar: ha empezado a repudiar la edad en que los niños se morían como moscas por falta de vacunas y en que hombres y mujeres iban a su aire, esparciendo sus descontrolados pelos y olores; le ha dado la bienvenida a los teclados y a las pantalla, a los venenos de distintos colores y sabores, a la destrucción y el hartazgo que traen consigo, porque el mundo debe ir siempre hacia adelante aunque allá nos espere el precipicio, aunque ya no veamos nunca más águilas calvas ni osos polares. 

Porque nada es y será mejor que recorrer el camino e ir volando feliz hacia la muerte, y tampoco es tan cierto que los humanos de antes fueran más sabios y más cultos que estos pequeños ignorantes de 6 años, genios de la electrónica y de los mass media. Porque los de antes también mataban y comían del muerto y violaban mujeres y las empalaban y creían en brujas y luego las quemaban, para quedar bien frente a su pastor con pantalón o sotana.

Ya esta sibila de a peso se cansó de luchar contra una corriente que no se detiene aunque vaya por el camino de la destrucción más abyecta y letal: comprendió que para que el humano viva los demás seres deben ser sacrificados, pues su existencia es tan egoísta y voraz que no permite espacio para que otros animales o bosques o ríos sobrevivan, aunque de ellos coma y beba y respire.

La última voluntad de esta sacerdotisa sin labia es que esta injusta esperanza, este fatalista optimismo sean respetados por los nostálgicos de la lavada a mano y de la luz con velas: nunca pertenecimos a ese tiempo, pertenezcamos al que, por capricho de la diosa Fortuna nos ha tocado en suerte. 

Y sigamos destruyendo, que el mundo renacerá sin ayuda de nosotros cuando ya no estemos.


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