Un cuento

Berenice tenía los pechos más lindos de la comarca, o al menos eso pensaba ella cuando los miraba desde arriba, asomando entre el corpiño, blancos y redondos, turgentes e indiscretos.

Berenice había amado mucho y también había sufrido mucho por amor; la vida no la trató muy bien pero para ella siempre había valido la pena, aunque por su corazón hubieran transitado personajes de todas las pelambres, de los cuales sin excepción se había enamorado sin pensar en las consecuencias...

Un día vio cómo sus tetas ya no eran firmes al tacto y se escurrían como gelatina de leche; su cara ya no tenía la frescura ni su cuerpo las redondeces de otrora; entonces lloró y maldijo y temió que ya ninguno la amaría; pensó en gastar todo lo que tenía estiramientos y en gimnasios y hacer todas las dietas para volver atrás, al cuerpo que nunca tuvo; pero luego sonrió y se dijo que el plástico no era lo suyo y decidió que envejecería con dignidad, aunque eso supusiera una avalancha de miradas indiscretas sobre sus arrugas y canas (lo de avalancha era realmente exagerado, no salía tanto ni tenía tantos conocidos).

Lo peor era que ahora que su juventud se había ido era cuando se sentía más joven y más bella y con más ganas de amar y de tener sexo -no pensaba en otra cosa- y así salió la calle limpiándose la vergüenza y descubrió que todos los hombres querían con ella: los viejos tacaños con sus viagras y sus ganas de jóvenes -pero no tan jóvenes como para sentir que violaban a sus nietas-; los jóvenes con ganas de adultas, pero no tan adultas como para sentir que se follaban a sus abuelas; todos la desnudaban con los ojos, suponían en ella una insaciable calentura, deseaban satisfacerla y hacerla suya sin poseerla, sin hacerse cargo de sus dolores y sus muertes, sin ofrecerle amores ni "para toda la vida"; sólo su cuerpo -no su maltratado corazón-, les atraía.

Berenice decidió compartir con ellos sus goces y se entregó al placer, sentía que estaba haciendo su aporte a la humanidad haciendo a esos pobres cachondos felices, comprendió que su belleza era tanta que no era justo desperdiciarla con un solo tío y menos en nombre de ese absurdo que llamaban amor, porque uno -y en eso fue por primera vez brutalmente sincera- nunca había sido suficiente para ella (todos siempre lo supieron, pero tenían miedo de decírselo porque no querían abrir esa caja de Pandora).

Pero el plazo se había cumplido y ya no había nada que la pudiera detener: ni hogar, ni hijos, ni marido, ni familia, ni jefes, ni cuentas bancarias. Nada. Era absoluta y desoladoramente libre. Y esta vez no metería la pata, o más bien, el corazón. Era un hecho.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los amantes

Soledad y libertad

Monogamia feroz