Un dios impotente
La gente suele asustarse frente a quien se proclama ateo y es que, hay que reconocer que la palabra puede sonar fea; se debería decir incrédulo, librepensador, pagano, abstemio, en fin; en cambio impresiona el hecho de que, 2000 y pico de años después, mucha gente alrededor del mundo crea, no sólo que eso de la venida de Jesucristo realmente ocurrió, sino que volverá a pasar, aunque no sepamos cuándo y haya transcurrido tanto tiempo sin que el hijo del Señor dé muestras de querer asomarse por este agobiado mundo.
Resulta sorprendente que, pese al paso de los siglos, estas religiones sigan manteniendo adeptos, construyendo iglesias y convocando seguidores alrededor de la tierra, siendo sus jerarcas exitosos rock star de la "Palabra de Dios", con la suficiente fuerza y poder político para tumbar gobiernos y destrozar imperios enemigos. Aún hoy, sin la segunda venida del Mesías a la vista, con muestras evidentes de que esa deidad es absolutamente ineficaz para detener la maldad humana o la fuerza de la naturaleza, o terriblemente perversa para observar con indiferencia la guerra, la muerte, la destrucción del planeta, entre otras, millones se agolpan en sus templos, destinan importantes sumas de dinero para mantener el rimbombante estilo de vida de sus líderes y atribuyen cualquier pequeña victoria a la voluntad de un todopoderoso caprichoso que parece odiar a los indefensos y deleitarse con su agonía.
Tal vez hemos estado equivocados y su función no sea evitar los desastres, sino acompañarnos a través del proceso: estar ahí como un voyeurista en la enfermedad y muerte de los seres queridos; en las catástrofes de todo tipo, sin intervenir más que de vez en cuando para salvar a unos pocos afortunados bajo los escombros de un terremoto o los hierros retorcidos de un avión venido a tierra. Lo cierto es que admiro la fe de los creyentes y cómo se aferran a lo más nimio, a ese que sobrevivió mientras miles murieron, a esa vida exitosa frente a las muchas desgraciadas, a ese sol luego de la tormenta que arrasó un pueblo entero, a esa lluvia tímida que cae después de un terrible incendio...
Sí, es admirable y algunos desearíamos que la fe que nos fue inoculada en los primeros años hubiera resistido a los miles de indicios que en la realidad demostraban que, ciertamente, ¡no existías, Dios!
Tal vez hemos estado equivocados y su función no sea evitar los desastres, sino acompañarnos a través del proceso: estar ahí como un voyeurista en la enfermedad y muerte de los seres queridos; en las catástrofes de todo tipo, sin intervenir más que de vez en cuando para salvar a unos pocos afortunados bajo los escombros de un terremoto o los hierros retorcidos de un avión venido a tierra. Lo cierto es que admiro la fe de los creyentes y cómo se aferran a lo más nimio, a ese que sobrevivió mientras miles murieron, a esa vida exitosa frente a las muchas desgraciadas, a ese sol luego de la tormenta que arrasó un pueblo entero, a esa lluvia tímida que cae después de un terrible incendio...
Sí, es admirable y algunos desearíamos que la fe que nos fue inoculada en los primeros años hubiera resistido a los miles de indicios que en la realidad demostraban que, ciertamente, ¡no existías, Dios!
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