Avatares de la política

Algunos nacieron con una tendencia a indignarse que incluso antecede a la existencia de las redes sociales, que parecen haberla puesto de moda y hasta alentarla. A muchos desde muy pequeños les dolían las injusticias, los niños con hambre en las calles, los viejos durmiendo en los andenes, los barrios de miseria con casas de latas y cartones. Pero cada uno escoge maneras diferentes de procesar esa indignación.

Hubo quienes crecieron y decidieron que lo único que podían hacer era resolver la propia vida, ya de por sí bastante dura como para echarse encima la responsabilidad de ayudar a otros; algunos escogieron el camino del “servicio a Dios" perteneciendo a órdenes religiosas, que si bien no cambiarían las condiciones de vida de los pobres, podrían ayudar a paliar su sufrimiento; otros tomaron las armas creyendo que era la única manera de acabar con las injusticias; unos cuantos, que cada vez son más entre propios y ajenos, se decantaron por la política.

Dejemos de lado a quienes eligieron estas opciones por el sólo hecho de considerarlas una manera más fácil y segura, no solo de ganarse la vida, sino de hacerse escandalosamente ricos: hablemos de los que creyeron de verdad en lo correcto del camino escogido para lograr una mejor sociedad. ¿A cuántos les sobrevive esa convicción? ¿Cuántos, si bien al inicio tenían buenas intenciones, luego sólo quisieron mantenerse porque era lo único que aprendieron a hacer, porque se tornaron buenos o hasta expertos en ello?

En el caso específico del ejercicio político ¿Cuántos no se convirtieron más que en adictos al poder, a la adrenalina de usar las más diversas estrategias para convencer y hasta engañar? ¿En qué punto no es más que un juego de ajedrez en el que mueven las fichas haciendo que el otro también lo haga condicionado por sus movimientos?

No dudo que los ideales persistan en algunos. No dudo de las buenas intenciones detrás de las palabras y los actos. Puede que, por más que sean calculadas, las decisiones que benefician a una gran parte de la población deban ser reconocidas; pero, tanto en la política como en la vida religiosa, ¿no se trata en muchos casos de actividades en las que el ego se ve alimentado por cada triunfo (cada nuevo reclutamiento, cada nuevo converso, cada nueva elección ganada) y además, recompensado de manera lucrativa?

Para muchos su contribución a un mundo menos desigual consiste en ser un buen ciudadano que no bota basura en las calles, que sale a votar por los candidatos que considera mejor capacitados y paga sus impuestos; otros están convencidos de la importancia de la movilización social; muchos creen que se debe militar en un partido político que represente de manera lo más completa posible nuestros ideales.

Tal vez todas estas posiciones hagan parte de este todo que es el mundo que construimos, todas parecen tener sus pros y sus contras: puedes creer que eres un buen ciudadano y no serlo tanto; que votas por el mejor y equivocarte; puedes hacer parte de un partido que crees el correcto y convertirte en un peón al que le piden obediencia ciega (encubierta en algo que denominan ‘disciplina partidaria'), conminándote a aceptar decisiones sin cuestionar so pena de considerarte un traidor, obligarte a seguir a directivos o candidatos non sanctos, verte  limitado a obedecer y callar.

Tal vez no haya una forma correcta y sólo se trate de vivir como nos sintamos más cómodos y felices; tal vez todos somos pequeñas piezas, necesarias, de este engranaje. Es posible que debamos probar una o varias opciones para saber que, simplemente, hay algunas que no resultaron para nosotros.

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